miércoles, 29 de julio de 2015

Mi vivencia del Terremoto de 1967.

48 AÑOS DEL TERREMOTO DE 1967


Ese sábado, como todos los sábados desde que tenía uso de razón, mi familia y yo, regresamos  aproximadamente como a las 7:30 de la noche desde la Iglesia Adventista del 7mo. día ubicada en la 2ª Avenida de Propatria, de la populosa parroquia de Catia en Caracas, hasta nuestra residencia ubicada en las Lomas de Urdaneta.  Nos detuvimos en la bodega de “Gregorito”, donde mi padre compró el acostumbrado ¼ de kilo de queso amarillo para la cena y luego en la panadería de “Adriano” para comprar dos (2) bolívares del pan de “a locha” que complementaría aquel exquisito manjar que constituía para mis hermanos y para mí, a diferencia de las "comidas completas", aquellas fabulosas "balas frías" de algunos sábados por la noche, luego de haber pasado el día en los oficios religiosos, motivos de nuestras creencias.
Mi madre, preparó el acostumbrado y delicioso chocolate “La India” con el que acompañaríamos los “panes rellenos”, nos sentamos a la mesa y luego de la oración, disfrutamos la cena, no sin antes como casi siempre, derramarse sobre el mantel, el líquido de alguna taza.

Acto seguido, mi hermano Luís, fue a darse un baño en la piscina de la casa (un pipote con agua que teníamos en el baño para casos de emergencia) y yo me quedé jugando y platicando con mi hermano mayor Abel y mis hermanos menores, Néstor y Joel. Mi madre Trina Margarita, salió a conversar con las vecinas de nuestro apartamento en el pasillo, con mi hermanita recién nacida Zuleynne en sus brazos.
Recuerdo que en esos días, mi abuelita Juana Lucina (madre de mi papá), estaba de visita en la casa disfrutando de sus nietos, y en ese momento, cerca de las 8:00 de la noche, estaba conversando con mi padre Francisco Daniel; además de recoger los utensilios y el desastre que habíamos dejado en la mesa.
De pronto, se escuchó un ruido muy fuerte, áspero, rudo y extremadamente desagradable; para mí, era como el rugir o sonido gutural miles de animales gigantescos que en desbandada, corrían hacia nosotros.  Quedamos estupefactos, muertos de miedo al no saber de dónde provenía tan espantoso sonido.
De pronto, comenzó a moverse el edificio con tanta violencia, que las paredes literalmente, casi chocaban unas contra otras, los vidrios de la ventanas cedían ante tan impetuoso movimiento, se quebraban haciendo que el ruido fuese más aterrador.  Los muebles, los enseres, todo el mobiliario de la casa, danzaba conjuntamente con nuestros cuerpos al son del estruendo que causaba la estampida de aquellos monstruosos animales, que en mi mente, nos “atacaban”.
Mi mamá, entró al apartamento con mi “hermanita” apoyada en su cintura y gritó a mí padre: “Daniel……Es la segunda venida de Cristo….vamos muchachos, corran…..vamos a bajar….. Corramos, que Cristo viene……..!!!!!! (Vivíamos en un 9º piso).
Mi abuelita, con toda la paciencia que la caracterizaba, recuerdo claramente que entró a la cocina y apagó la hornilla en la que le preparaban el “tetero” a mi hermanita recién nacida, luego me enteré que apagó las luces, trancó la puerta y esperó que bajara toda la gente, con su imperturbabilidad, pues “a ella no la iba a tumbar esa cantidad de gente que bajaba corriendo”.  
Yo salí del apartamento acompañado de mi hermano mayor, mientras que de los apartamentos de todo el “bloque”, salía gente horrorizada, enloquecida ante aquel inédito y espeluznante suceso.  El proceso de bajar desde el piso 9 hasta la Planta Baja, fue para mí eterno en virtud de que por las escaleras, rodaba mucha gente, ya que todos queríamos evacuar el edificio lo más rápido posible para ponernos a salvo.  No sé cuántas señoras mayores, niños y gente vi arrollada por la gran cantidad de personas que les tropezaba, pasaba por encima o bien, caía sobre ellos tratando de huir.
El terror era tal, que recuerdo que mi hermano Abel me dijo: “…Hermano, vamos a saltar (ya íbamos por el piso 7) para llegar más rápido abajo…”, a lo que yo, que tenía en ese entonces 10 años le contesté: “…si nos lanzamos, nos matamos más rápido”. 
Al llegar a la Planta Baja, el terror fue más impactante aún, por la cantidad de personas con crisis de nervios, desmayadas y heridas que se encontraban fuera del edificio.  De pronto escuché que mi hermano Luís, quien estaba bañándose al momento de comenzar el estruendo y movimiento, me llamó y me dijo que le diera mi camisa, porque él, había salido desnudo del baño y había bajado todo el edificio y hasta la vereda 41 del Cuartel Urdaneta, tal y como Dios lo trajo al mundo.  Por supuesto, me la quité y él se le colocó de la “cintura para abajo”.
Yo no sabía, qué era lo que estaba ocurriendo, hasta que escuché a la gente hablar de que era un “terremoto” lo que había sucedido. Recordé que en clases de historia, nos habían “dado” ya como materia vista, el terremoto de 1812 en Caracas, y es allí cuando yo asocié el hecho en sí, con sismo, temblor, terremoto, un fenómeno de la naturaleza y no con una jauría de animales mitológicos en busca de nosotros.
La gente oraba, se persignaba, lloraba, prometía a Dios alejarse de sus “malos caminos”, especulaba sobre el porqué nos había sucedido semejante “cosa”.
En los días subsiguientes al terremoto, nos enteramos por la prensa, la magnitud de lo que ese día habíamos vivido y el saldo tan desconsoladoramente triste.
Ese terremoto fue estimado en 6,5 en la escala de Ritcher. Su epicentro se ubicó entre Arrecife y Naiguatá, en el Litoral Central de Venezuela. Su terrorífica ola de expansión abarcó violentamente a las zonas de Altamira, Los Palos Grandes, y el propio Litoral Central. Muchos presenciaron con horror cómo se desplomaban construcciones que hasta ese momento se consideraban sólidas, como lo fueron los edificios Neverí y Palace Corvin en Altamira, San José y Mijagual en Los Palos Grandes. Lo impresionante fue ver según contaron los testigos, cómo se derrumbaban. Parecían castillos de arenas que el viento arrasaba, decían. Quedaron también afectados por la intensidad del sismo los edificios El Roxul, Royal Coral y Blue Palace, en esa misma zona.
foto tomada de terremoto de venezuela1967.blogspot
Era también impactante ver en la prensa, cómo La Mansión Charaima, en el Litoral Central, perdió los cinco últimos pisos. También el Macuto Sheraton sufrió fuertes daños en sus estructuras.
El saldo del terremoto del 29 de julio de 1967 fue de más de 500 muertos, decenas de heridos y más de 48.000 personas sin vivienda. Todo en tan solo 32 segundos. 
Al fuerte sismo le continuaron 30 réplicas más de menor intensidad, pero que cada una de ella nos llenaba de pánico ya que teníamos el temor del primer sismo que fue considerado un terremoto por la gravedad de su escala. Para hacer más sombrío el hecho, apareció una pertinaz lluvia que duró por muchas horas.
Particularmente, es el evento más impresionante que he vivido y que recuerdo con horror, aun cuando han pasado 48 años desde entonces.