CRÓNICAS DE
BARRIALITO
Fotografía Aérea de Barrialito. Google Earth. |
El sol era una
llama de fuego al poniente contrastando con una alfombra oscura que penetraba
en las oquedades del bosque en la hoyada.
Habían traído la mercancía consistente en esteras y
sacos de carbón, algunos bultos de crisantemos y otros de azucenas. Ahora el
trueque se hacía con pacas de papelón, maíz pilado y uno que otro encargo que
hacían a mi mamá de una larga lista de necesidades para el campo. La cinta azul
para el vestido blanco, el hilo negro para el pantalón y un par de alpargatas.
Apertrechados con las cinchas, los burros cargados descendían por caminos de
recuas.
María venia en un potro que mi abuelo le prestaba,
mientras los hombres montaban en sendas mulas.
Antonio Hernández iba hacia Pipe, camino de Las Mayas,
mientras mi abuelo regresaba a Barrialito. Juntos se hacían compañía por el
mismo camino.
“Canta la guacharaca en la copa de un yagrumo”, decía
Antonio Hernández, mientras mi abuelo replicaba “y el turpial le decía todos
los tiempos son uno”. El canto era su filosofía. Estos arrieros vivían de la
agricultura y dependían del tiempo para sembrar y cosechar los frutos con los
que sostenían sus numerosas familias.
El azahar brotaba de perfumados racimos de flores del
paraíso. Y el acre de las majaguas les inspiraban cantos como el zumba que
zumba: “Zumba que zumba que en Caracas estaba yo”, mientras Antonio Martínez
replicaba:” Zumba que zumba cuando reventó el cañón” y uniendo sus voces: “Zumba que zumba que palo
que no florea, zumba que zumba no lo busca
cigarrón” y así culminaban en hiláricas carcajadas.
Ascendiendo hacia un paraje cercano a Vuelta Larga, el
potro montado por María echaba un relincho que estremeció los nervios a los
viajeros, el potro en veloz carrera levanto las patas para perseguir una burra
en celos.
Las demás bestias en el desbarajuste votaron parte de
la carga por el despeñadero. Antonio
Hernández dominó la bestia con un ágil salto, tomando las riendas del caballo y
dándole tiempo a María para que descendiera.
María, hija mayor de Antonio y Sofía, por ser la que
conocía las cuatros reglas siempre acompañaba a Antonio en todos sus negocios,
llevaba las cuentas y anotaba los encargos.
Después de lo acontecido
decidió cambiar a una mula para continuar el camino. Los desfiladeros de Hoyo
del Infierno se veían desde la oscuridad. Siguieron bajando entre los caminos
hasta llegar al pueblecito de Carrizal para dejar la carga y abrevar a las
bestias.
En la bodega de Abreu
compraron una botellita de aguardiente aromatizado para lidiar con el camino.
La subida de los Morantes era toda aroma de flores; allí, entre espesas sombras de los bucares cruzaron los
cafetales de los Cordobés. Antonio Hernández sentía predilección por los
cuentos de la sayona y cuentos de aparecidos que entre la oscuridad se hacían
tan evidentes que parecía que se les vinieran
encima con sus lanzas, supuestamente eran animas de aquellos que murieron
en la Guerra de Independencia. Movidos por la hora que presagiaba cambios
fantasmales con el desbarajuste de los aguaitacaminos, que asustaba a las
bestias y la espeluznante travesía entre matas de pomarrosa, penetraron en la
pradera, y allí, en gruesos botalones amarraron las bestias; era un lugar para
los viajeros.
Una ciénaga formada por cinco quebradas daba nombre a este asentamiento llamado
Barrialito; hasta allí llegaron juntos y se despidieron los tocayos (Antonio
Hernández y Antonio Martínez).
Por la fila de los Budares
siguió Antonio Hernández con sus mulas cargadas; por su parte Antonio Martínez
descargaba las bestias y llegaba a su casa de bahareque ubicada en una loma
desde donde se divisaba el área bañada por las cinco quebradas.
La quebrada de mi abuela
“era un hilo de cristal que se filtraba sobre la espesura del bosque
impregnando los verdes tablones de hortalizas que crecían en la vega de la
vaca”.
Acurrucado en la greda veíamos a mi abuelo labrando la
tierra. Durante los meses de julio y agosto disfrutábamos desgranando mazorcas
de maíz y desparramando su dorada barba. Depositábamos mazorca tras mazorca en
fardos de cocuiza. En la casa, el fogón aguardaba para cocer las mazorcas al
rescoldo. En casa se sacaban los dorados
dientes de jojoto tierno con un afilado cuchillo en una batea de madera, luego
era molido para elaborar las hallaquitas de maíz tierno, la exquisita
mazamorra, crema fina con queso y canela que nos hacia agua la boca...
...Cargábamos canastos de
zanahorias, repollo, remolachas y alcachofas, todas cultivadas en la vega de la
vaca bajo el cuido de mi abuelo Antonio.
La quebrada de mi abuela se
llamaba así debido a que en la cabecera se estableció mi bisabuelo cuando llego
allá por el año 1919. Era una loma donde había una casa de bahareque y techo de
paja la que luego fue ampliando para albergar su familia: 18 hijos.
Por la cabecera de esta
quebrada quedaban los exiguos restos de una huerta, allí iba mi abuela a lavar
el maíz remojado en cenizas para hacer
arepas de maíz pelado. Además en esta quebrada los vecinos buscaban agua
para los oficios de las casas y lavar la ropa; sus hijos decidieron llamarla
quebrada de mi abuela al igual que la vega de la vaca que recibió su nombre
debido a que allí murió una vaca ahogada. Mi bisabuelo tenía a su cuidado la
mencionada vaca para que pastara en las cercanías de la vega.
Mi bisabuelo Marcelino
Alfaro era un negrito de pelo ensortijado. Viajo desde Ciudad Bolívar a Caracas
por selvas y caminos huyendo de los rigores del servicio militar cuando
Marcelino Torres era Gobernador de Bolívar y Cipriano Castro Presidente de la República; se estableció en
las haciendas de café de Macarao y las Adjuntas. Vino después a trabajar en un
terreno cercano a Barrialito en una de las haciendas de Virgilio Biord. Le
llamaron la atención las tierras bañadas por cinco quebradas y tanto le
gustaron que juntó dinero suficiente
para comprar el terreno por mil bolívares. Por su parte mi abuela junto a María
plantaron café cuyas matas traía mi abuelo Antonio cada semana de la hacienda
de Macarao. Ese café llego a ser la mejor fuente de sustento de la familia.
“¡Encarnación, Encarnación!” Era mi abuela que avisaba
la muerte de mi bisabuelo Marcelino, corría el año 1948. Así avisaban con
gritos a mi tío cachón
(Encarnación). Ese mismo año llego mi papá Félix Alcántara al vecindario de
Barrialito. Trabajaba en la bodega de Leonardo Díaz en San Antonio de Los
Altos; mi papá conocía a Antonio Martínez quien también vino al velorio de mi
bisabuelo Marcelino Alfaro.
Un flechazo de Cupido cautivo a mi padre al ver a mi
madre María Alfaro. A partir de ese momento fue muy frecuente su visita; mi
padre era jardinero y poeta y pasaba mucho tiempo cantando “Si la vida es un
jardín las mujeres son las flores y yo que soy jardinero las corto de las
mejores”. Al poco tiempo se casaron y tuvieron una prole de 14 hijos. Cuando
comenzaron se fueron a vivir a Figueroa de donde era Félix y luego se mudaron a
Barrialito, donde mi abuelo Antonio les ofreció terreno y lugar para trabajar;
era un bosque espeso ladera abajo, mi abuelo señalaba la extensión del terreno
lanzando una piedra para establecer el lindero “por allá por la quebrada que
baja por el camino real, da la vuelta hasta llegar a la otra quebrada, de allí
al árbol de aquel zamuro hasta la otra quebrada”; allí se establecieron y mi
mamá le pagó a mi primo coco Domingo por matar siete tigras mariposa en un solo
día; hicieron una casa grande de bahareque, muchas habitaciones, establecieron
un cambural y una siembra gigante de ocumo que vendíamos en la vecindades
cercanas.
Las viviendas de la comunidad eran de bahareque y
se armaban con uno o dos horcones de un árbol recto y los forraban con caña
amarga, tara o maguey.
Siempre que se necesitaban
varas acudíamos a la vega de caña amarga, de allí su nombre; cada vez que
regresábamos de la vega de la vaca, veíamos al frondoso árbol de fruta de pan
que en los meses de julio y agosto desparramaba sus frutos que nuestra madre
recogía y sancochaba, y nosotros lo
saboreábamos con gusto.