LA INSEPULTA DE CARRIZAL
Esa hora de la tarde en que el sol se va escondiendo por las montañas de San Pedro; la neblina toma cuerpo desde el Topo de Oroima, que también llaman La Roca, y se va haciendo extraordinaria, verosímil, casi sobrenatural. Deja caer sus gotas menudas y frías con la intención de que el hombre busque abrigarse, que comprenda que, en cualquier momento, puede abrirse una ventana para lo inverosímil.
En los comienzos de los sesenta la Plaza Bolívar de Carrizal estaba rodeada por casas construidas con grandes paredes sonoras, puertas altas de madera trabajada y ventanas con barandas. Los habitantes colindantes con la plaza se recogían tempranamente. Muy pocos se aventuraban a merodear cercano a la media noche. Más de uno ya había contado su experiencia con los gritos sumamente afligidos y dolorosos de una mujer que todos consideraban insepulta. Los gritos sobrecogían transmitiendo a sus oyentes una gran angustia, una desesperación que causaba el pavor de un mal amenazante, muy cercano en el ambiente, a pocos metros de distancia de la persona que tenía la desdicha de escucharlo.
Alrededor de esta
muerte se escuchaban muchos cuentos, verdaderamente imaginarios, cargados de
fantasías. La mujer se mató y el cuerpo no lo encontraron; no se le pudo dar sepultura. En voz baja se narran otras versiones y
rezan el rosario. En tanto más se cruzan los relatos, más se reza por el perdón
de esa alma.
En el primer domingo del mes de abril, en las primeras horas de la mañana, los vecinos extrañados vieron aparecer a un sacerdote, alto y fuerte, de pelo negro bien cortado, cara amplia, nariz aguileña y ojos muy azules, de mirar airado y de paso firme. Llegó hasta un terreno baldío que quedaba entre las calles Urquía y Páez. El terreno estaba lleno maleza. Un tronco muy grueso y seco se erigía en el centro como testigo impertérrito de alguna tragedia humana. Levantó en la mano derecha un crucifijo, que se veía de oro y plata. Hizo una oración. Dio unos pasos y se arrodilló, para volver a orar. Los curiosos suponían que estaba ensalmando el sitio; liberando aquella alma en pena, sin descanso eterno. Luego se puso de pie y se fue a la iglesia sin hablar con nadie; tampoco nadie lo vio cuando se marchó.
En el primer domingo del mes de abril, en las primeras horas de la mañana, los vecinos extrañados vieron aparecer a un sacerdote, alto y fuerte, de pelo negro bien cortado, cara amplia, nariz aguileña y ojos muy azules, de mirar airado y de paso firme. Llegó hasta un terreno baldío que quedaba entre las calles Urquía y Páez. El terreno estaba lleno maleza. Un tronco muy grueso y seco se erigía en el centro como testigo impertérrito de alguna tragedia humana. Levantó en la mano derecha un crucifijo, que se veía de oro y plata. Hizo una oración. Dio unos pasos y se arrodilló, para volver a orar. Los curiosos suponían que estaba ensalmando el sitio; liberando aquella alma en pena, sin descanso eterno. Luego se puso de pie y se fue a la iglesia sin hablar con nadie; tampoco nadie lo vio cuando se marchó.