EL
MUERTO DEL POZO
Cuentan que en marzo de 1863, el
gobierno de José Antonio Páez había preparado las fuerzas que actuarían contra
los revolucionarios de Los Altos Mirandinos, quienes oponían resistencia en los
Ocumitos, Agua Fría, las Escaleritas, los Anaucos, San Diego y Carrizal.
En
los verdes parajes solitarios de la fila montañosa de Santa María, vivía un matrimonio sin hijos, personas pacíficas y
trabajadoras. El señor cultivaba sus tierras, mientras su esposa se hacía cargo
de la casa. En ese entonces había muy poca gente en los alrededores y ciertos trechos en los caminos, eran sólo brechas que levantaban unas “polvaredas”
que dejaban ciego a cualquiera.
Cierto día llegaron a estos escondidos predios, unos
soldados que se habían perdido entre la espesura de las intrincadas montañas “alteñas”, quienes huían de los
feroces huestes de Páez. Tenían mucha hambre y sed porque llevaban días caminando bajo las adversidades e inclemencias climáticas de la zona.
Al ver al señor que trabajaba en su conuco, “no muy
lejos de su propiedad”, se acercaron.
— ¡buenas tardes! —saludaron.
— ¡buenas tardes! —Contestó el señor, dejando su
labor y echándose aire con el sombrero—. ¿Qué les trae por acá?
—Estamos huyendo de los feroces soldados de Páez y por
desconocer la zona, estamos perdidos, no hemos descansado en días y estamos
casi muriendo de hambre y sed —respondió uno de los hombres.
—Vamos a encontrarnos con nuestros soldados que
resisten en Los Ocumitos—dijo el otro.
—pues todavía les queda mucho camino, les comentó
el lugareño.
—¿no tendrá un poco de agua y si es posible, algo
de comida que nos regale? —preguntó uno de los extraños.
— ¡qué caray!, me acabo de tomar el último trago
—respondió el campesino— pero si no tienen prisa, mi casa está cerca y tengo un
pozo y mi esposa, les preparará comida.
—No, no tenemos prisa, vamos —dijeron los hombres.
El señor se apresuró a levantar sus aparejos;
estaba contento porque, como era raro que alguien pasara por el lugar, la
visita de gente era una novedad y se aprovechaba para saber cosas de lejos y se
enteraría de cómo estaba la guerra. Así que sin desconfiar, llevó a los hombres
hasta su casa; al llegar les presentó a su esposa y éstos saludaron quitándose
el sombrero.
Los hombres bebieron toda el agua que pudieron e
igualmente comieron, ya que llevaban días sin probar alimento y platicaron largo
rato. La tarde iba cayendo y la luna dejaba ver sus primeros rayos. Los hombres
no dieron muestras de marcharse, se veía que estaban a gusto. Entonces el señor
y su esposa, les prepararon un catre con algunas ramas para que pudiesen
dormir. Muy avanzada la noche, un grito se escuchó haciendo eco a lo lejos...
Nadie sabe qué ocurrió, pero cuentan que los
extraños se pusieron de acuerdo para robarle al señor lo poco que tenía y como
éste, se resistió, lo amarraron con unas cadenas y lo echaron al pozo. La luna
fue la única testigo de aquel suceso; de su esposa, así como de los hombres, no
volvió a saberse nada.
Desde entonces, hay noches en que en el pozo de ese
lugar aislado de la fila montañosa de Santa María, se oye mucho ruido. Quien lo
ha oído, dice que el muerto logra salir y arrastra sus cadenas mientras llora
entristecido; dicen que vaga en busca de su esposa desaparecida y de los
desalmados que lo mataron. La gente que pasa por ahí muy de mañana comenta que
se pueden ver claramente, alrededor del pozo, las huellas de unos pies
encadenados.
Omar Aponte
Omar Aponte
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