CRÓNICAS DE LAS COMUNIDADES
CARRIZAL EN LA HISTORIA (X)
En
el documento de donación, don José Manuel Álvarez comienza por afirmar
textualmente que: “La rusticidad en que se crían los jóvenes de éste pueblo
es, por no haber medios con que establecer y sostener una escuela para su
educación y sean útiles a Dios, a la República , a sus padres y a sí mismos”… “Que por
el amor con que ve a éste lugar de donde el es oriundo, por el bien de la
humanidad y el de su alma, cede, de su libre y espontánea voluntad, haciendo
gracia y donación intervivos en beneficio de este indicado pueblo y su
posteridad…”
Luego
de esa exposición, procedió a establecer los linderos a donar con todo detalle,
son los siguientes: “...Por el naciente, el alto de la loma de Los Vecinos
derecho al Alto del Paují y cabeceras de la quebrada Paují. De allí en línea recta a buscar la puerta del
Potrerito de Don Juan de León y de ésta línea al poniente a la Puerta del Guamo y al alto
del cerro llamado Cañaón, siguiendo la fila de éste cerro hasta su puerta,
incluyendo de ésta todas las vertientes de la quebrada llamada Corralito hasta
su boca (la que desagua en la quebrada de Los Peñones) al norte; de ésta boca
derecho hasta al alto y picacho de Potrero Grande; de allí derecho a buscar las
adjuntas de las quebradas Aguadita con la que baja de las Minas, siguiendo la
quebrada que baja de las Aguaditas hasta su origen que comienza en la punta de
la pedrera de Los Budares y de ésta, derecho al lado de la loma de Los Vecinos,
primer lindero del naciente”.
El
terreno que donaba al pueblo lo debía poner en arrendamiento por medio de un
diputado, sus solares así como sus
cultivos, entre los mismos vecinos, y con su producto poner, pagar y establecer
la escuela del pueblo y en ella admitir a los niños varones, a los fines de que
fuesen enseñados y educados.
Transcurrido
un año, le dio a los habitantes del pueblo posesión real y efectiva de dichos
terrenos, para lo que reunió en su casa de habitación al cura y a todos los
padres de familia.
En
esa noche gélida y fatigosa, ante la mirada inerte de las pocas estrellas que
entre la compacta bruma se podían divisar cuesta arriba en la calle, los
hombres con su profundo olor a monte y sus alpargatas hendiendo la tierra
floja, iban llegando a la morada de Don José Manuel, canturreandito, llevando a
cuestas su esperanza hacia la “casa grande”, rodeada de corredores; envuelta en
plantas de jardinería y cafetales.
Allí,
el dueño de la hacienda don José Manuel Álvarez, blanco, bigote retinto y muy
cuidado, barba aseada en punta, manta de terciopelo, conjuntamente con el cura
capellán José de los Ángeles Pérez, quien aún estando enfermo de un mal
pasajero, se reunió con los hombres del pueblo y entre cafés y puros leyó y
ratificó la donación que les hiciera del terreno, para que “sin conocer ni
reconocer otro dueño, más que al pueblo”, lo disfrutasen, sólo con la
condición de donar una corta cantidad de dinero de lo recaudado por sus solares
y labranzas a beneficio de la escuela, beneficio que redundaba en todos y cada
uno de ellos.
Entusiasmados
los hombres, mujeres y también los niños del pueblo, comenzaron la construcción
de la escuela posiblemente de bahareque o de paredes de tierra pisada con techo
de caña amarga, como solían ser las edificaciones a esa altura del siglo,
poniéndole tanto empeño que pocos meses más tarde, comenzó a funcionar la
escuela.
Se
debía admitir en la escuela la mitad de los niños de la parroquia sin exigir de
sus padres pago alguno, prefiriendo a los pobres. La otra mitad, si sus padres tenían
posibilidades, pagarían por cartilla 4 reales, por silabario 5 reales, por
libro 6 reales y por escribir y contar 8 reales; se les debería impartir además, educación religiosa
y serían mandados a la iglesia para que aprendiesen a ayudar con la misa y los
sábados por la tarde tendrían catecismo.
Al
Preceptor se le fijaron normas pedagógicas para el trato con los alumnos sobre
todo en lo que a corrección y disciplina se refería, adecuadas, claro está, a
la rigidez de la época, por lo que no debería ser demasiado severo con los
niños. No debería injuriarlos ni
maltratarlos y en caso de tener que castigarlos, no debería excederse de seis
azotes con disciplina.
Debía
ser un dechado de virtudes; sobre todo dar buen ejemplo a los niños, aparte de
tener gratitud de sus padres. El primer maestro fue el señor Juan Manuel Soto y
como suplentes quedaron Tomas García y Juan José Rodríguez...
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